
En un julio desgarrado y caluroso subo a trabajar unos días a Madrid. Los rodajes, por lo general tan aburridos como cargados de exigencia, se sienten bálsamo para un cerebro que galopa más rápido de lo normal. Un día “The Winner Takes It All” ocupa mi mente. No he escuchado Abba ni pensado en esa canción desde hace tiempo, pero el estribillo me trepa fuerte y yo lo tarareo por los pasillos del plató. A veces Ernesto, quien me ha metido en el curro, se une al coro.
Esa tarde volviendo a casa subimos el volumen en la furgoneta y la chillamos. “Mira mira se me están poniendo los pelos de punta” me dice. Él se acordaba de la escena de Mamma mia. Yo miraba la letra y pensaba en mí. Sonrío mucho al reconocerme arrasada y despojada, retratada en algo, pero también llenita de fortuna por poder cantar junto a alguien a quien adoro y que sin saberlo mucho está dándome un consuelo inmenso.
Cada vez que escucho los acordes iniciales, ese pianito anhelante y potente, ese I don’t wanna talk, siento que mi acto ha comenzado.
Lo bueno de un año en el que prácticamente todas mis estructuras vitales han caído es que yo, perdedora absoluta, tengo bajo mis manos el poder de reconstruir como me apetezca. Hay días en los que no quiero hacer absolutamente nada, en los que volver a darle forma a lo que tenía más o menos ordenado, no sólo me parece terriblemente pesado sino también injusto, pero otros me miro al espejo y siento esperanza en la puntita de la lengua.
A veces lo más liberador para torear la sensación de atropello frente a la pérdida es cagarse en algo y pensar en cómo eso no debería estar pasándote a ti que ya tienes tanto encima frente al otro ya victorioso, pero en el fondo perder o ganar creo que acaba siendo un poco lo mismo. Con diferentes niveles dificultades, sí, porque quien se queda con “lo mejor” habita muchas más comodidades que quien no tiene na, pero también tiene que pasar por el proceso de integrarlo. Todo en cierto momento exige renuncias más o menos dolorosas.
Esto lo escribo desde una serenidad que me permite tener la óptica abierta. Otros días señalaré tres o cuatro nombres propios con rabia y pensaré en si fue culpa mía o suya, en resoluciones diferentes y en por qués, sin embargo, con una paz no nihilista pero sí contemplativa, siento que haga lo que haga acabaré perdiendo: existir es elegir y elegir es siempre dejar algo de lado. No hay otra forma.
Y tal vez eso haga que lo bello sea bello, porque podría no serlo.